UN MATRIMONIO
NACIDO DE NUEVO
(Anónimo)
—
¿Cómo fue que te casaste con tu esposa? — le
pregunté a un hombre no hace mucho.
—
Era la hermana de un amigo de alguien a quien
fui a ver cierta vez — respondió encogiendo los hombros.
Obviamente fue su
destino.
—
¿Por qué te casaste con tu esposa? — le
pregunté a otro.
—
Estaba siguiendo la marcha del Día de la
Victoria sobre el Japón. Iba calle abajo marchando con la columna cuando
alguien me tomó por sorpresa, me besó y después me casé con ella.
Si no tenían algo más
en común por lo menos participaban de la misma idea patriótica.
—
¿Por qué te casaste? — le pregunté a una
señora joven.
—
No podía aguantar más en mi casa — contestó
—. Mis padres eran insoportables. Me casé con el primer hombre con el que pude
fijar una fecha.
Dudo que él supiera
que fue así.
La lista de razones
es larga, variada, y con frecuencia triste.
Un hombre con quien
hablé en un retiro creo que representaba a miles de otros hombres cuando me
dijo que él y su esposa se habían comprometido por causa de haber tenido
relaciones sexuales premaritales. Ella quedó embarazada y los padres de ambos,
además de sus propias conciencias, provocaron el casamiento.
He observado a
parejas que agonizaron durante horas en sesiones de consejería antes de poder
afrontar y confesar la verdad acerca de las motivaciones que tuvieron para
casarse. En infinidad de casos ocurre que el compromiso de matrimonio se
encuentra afectado en lo más profundo por causa de algo que tuvo lugar en el
pasado.
Puede ser que ni el esposo
ni la esposa crean realmente que su cónyuge haya sido la elección perfecta de
Dios para ellos, o que mantienen oculto un resentimiento por algo incorrecto
que su cónyuge le hizo hace mucho tiempo. Por lo tanto, el fundamento de ese
matrimonio no es una roca sólida, sino más bien un pantano de heridas,
incomprensiones, suspicacias, resentimientos y culpas.
El matrimonio puede
ser la cosa más parecida al cielo o al infierno que muchos encuentran en esta
tierra.
Timoteo y Alicia
vinieron a pedirme consejo. Estaban sufriendo en su matrimonio, a pesar de que
él servía en el ministerio cristiano. Debido a eso él se sentía avergonzado de
dar a conocer algo sobre sí mismo, o de que su esposa dijera algo acerca de él.
La angustia que ella
tenía en su mente y en su espíritu era obvia.
Su incomodidad por
encontrarse allí era también evidente.
El procedía de una
familia que acentuaba en el hombre el concepto de “macho” y en la que el hombre
lo decidía todo. Su padre y sus hermanos eran groseros, sin delicadeza, y mucha
de su conducta era licenciosa y mundana. No obstante, Timoteo había recibido la
influencia de la Palabra de Dios y conocido en su alma la revelación acerca de
Jesucristo como su Salvador personal. Se arrepintió de sus pecados, creyó en el
Señor y fue hecho una nueva persona cuando el Espíritu de Dios vino a su vida
con poder salvador.
A causa de la
misericordia que el Señor le había mostrado, el gozo de saber que sus
pecados estaban perdonados y el deseo de
compartir las buenas nuevas con tantos como fuera posible, se inscribió en un
Instituto Bíblico.
Alicia, por su parte,
era la niña típica de un padre predicador. Siempre sentada en el asiento
delantero, no conocía otra cosa que la vida y la cultura cristianas. Ella, lo
mismo que Timoteo, quería compartir con todo el mundo su amor por Jesucristo y
se inscribió en el Instituto Bíblico para prepararse para esa misión.
Se encontraron en el
Instituto.
Al cabo de un año,
llegó el momento en que ella aceptó su propuesta y anunciaron que se casaban.
Tres semanas antes de
la fecha de la boda, estaban juntos en una región alejada. Timoteo la abrazaba
con más apasionamiento que el que a ella podía agradarle, pero a ella le
resultaba imposible detener sus avances. El presionó la situación de acuerdo a
los viejos modelos de un hogar que no tenía una base bíblica para lo correcto y
lo equivocado.
Su razonamiento era
que ellos se casarían de todos modos dentro de tres semanas. ¿Por qué esperar? Ella tenía más
conocimiento, pero no queriendo desagradar- lo, consintió.
Tuvieron relaciones
sexuales en el cuarto de atrás de un viejo edificio.
Seis años después
estaban en mi oficina.
Sus vidas, aunque
eran afectuosas en público, eran inconsistentes en privado. Palabras duras, amargas acusaciones y aun
violencia física eran las consecuencias de situaciones no resueltas, actitudes
no perdonadas y amor no alcanzado en plenitud.
Él se quejaba de su
hostilidad.
Ella criticaba su
falta de hombría hacia ella.
A través de horas de
pensamiento en pensamiento y de sentimiento en sentimiento, después de seis
años de matrimonio, ella pudo decir lo que había reprimido durante todos esos
años. Ella estaba resentida contra Timoteo por no haberle permitido llegar al
matrimonio como una virgen.
Cara a cara con la
situación, Timoteo la miró con una mezcla de asombro y de ira.
—
¿Quieres decirme que me culpas a mí por todos
los problemas que hemos tenido? ¿Me culpas por causa de esa sola cosa? ¡Yo ni
siquiera sabía que para ti tenía tanta importancia! — dijo en un tono fuerte.
Yo intervine en la
conversación.
—
Señor, es exactamente a usted a quien le
corresponde la culpa. A menos que usted acepte su responsabilidad por el
sentimiento de pérdida y de vergüenza que experimentó su esposa, a menos que
usted le pida perdón por esa cosa en particular, usted jamás tendrá una
relación correcta con ella.
Se fue con su
tormenta encima. Su rostro estaba lívido. Pero mientras lo pensó una y otra vez
en su casa, empezó a darse cuenta de la importancia que había tenido para ella
el hecho de que él le había robado lo que ella consideraba el don más preciado
que podía haberle ofrecido a él. Ese acto sórdido en aquel cuarto de atrás
tenía para ella más semejanza a un rapto que al más elevado acto de amor físico
entre un hombre y una mujer. Con el pasar del tiempo él pudo confesar que fue
su carnalidad y no su amor lo que provocó la situación. Reconoció que fue su
culpa, su pecado, y entonces pudo arrepentirse y pedirle perdón a su esposa
haciéndole restitución. Ella lo perdonó de verdad. Su hostilidad hacia él
desapareció. Sus vidas cambiaron en forma radical.
Siempre me hace reír
cuando veo aquellas viejas películas en las que el muchacho acosa a la chica,
luego la chica persigue al muchacho y por último aclaran sus desencuentros y de
pie ante el altar empeñan dándose un beso su palabra de casamiento. Mientras
están parados allí abrazándose al comienzo mismo de su casamiento, aparece en
la pantalla la palabra FIN.
Todo el mundo sabe
que ese es sólo el comienzo y no el final.
Hay un principio para
la vida que está basado en la Escritura, y que dice que es más difícil mantener
que obtener.
Jesús no sólo nos da
principios para nuestra vida, sino que nos proporciona además el poder
capacitador para vivir de ‘acuerdo con esos principios.
Jesucristo es no sólo
el Salvador del alma, sino también el Salvador de la vida total. Debido a que
los ministros cristianos con frecuencia hablan de la gente como almas, y
también porque las traducciones de la Escritura se refieren a los hombres como
almas, ha llegado a ser común que los hombres pensemos que Jesucristo es sólo
el Salvador del alma.
Jesucristo es el Salvador. El Salvador de usted.
Jesucristo es el
Salvador de su alma, de su matrimonio, de sus emociones, de su mente, de su
trabajo, de su educación, de sus hijos.
Usted necesita a
Jesucristo en cada aspecto de su vida.
Usted necesita a
Jesucristo para la totalidad de su vida.
Betty creció en un
hogar cristiano. Guillermo llegó a ser cristiano en una iglesia que cree en la
Biblia, cuando tenía trece años. Los dos se encontraron en reuniones juveniles
y se casaron cuando él tenía dieciocho años y ella dieciséis.
Con los años
Guillermo llegó a ser un comerciante de éxito. Betty se desarrolló como una
joven extremadamente popular y vivaracha, una esposa activa y madre de dos
hijos. Constituían la familia modelo, involucrada en los negocios, la comunidad
y la iglesia.
Eran considerados
líderes ejemplares y señalados como modelo para otras parejas jóvenes. A los
quince años de matrimonio las tensiones iban subiendo de tono. Detrás de las
puertas cerradas Guillermo y Betty vivían encerrados en una guerra fría.
Deseaban un cambio,
necesitaban un cambio, pero no podían encontrarlo.
En ese entonces yo
estaba conduciendo un curso de liderazgo bajo el enfoque de la semejanza a Cristo.
Mi tesis en esa ocasión, como también ahora, es que la verdadera hombría es la
semejanza a Cristo. Estas palabras quedaron impresas en la mente de Guillermo y
él meditó sobre ellas.
No pudieron evitar
que ocurriera otra crisis en su hogar. Betty acusó duramente a su esposo, diciéndole
lo que pensaba que él era realmente. Luego de una larga y acalorada discusión,
Guillermo salió de pronto de la casa y se dirigió hacia el auto.
Una vez en el auto,
cerró la puerta de un golpe, puso su cabeza sobre el volante de la dirección y apretó
sus puños. Había venido encaminándose a esto durante lo dos últimos años.
Estaba casi con náuseas a causa de las peleas, amarguras, ironías y duras
discusiones.
Él sabía que estaba
mal.
Necesitaba ayuda.
Golpeando con fuerza
sus puños sobre el volante de la dirección comenzó a gritar en voz alta: “¡Señor
tienes que hacer algo! No puedo seguir por más tiempo así. ¡Necesito cambiar!”
El casi nunca había
derramado una lágrima, peri ahora comenzó a llorar compulsivamente. Sus sollozos
se cambiaron por suspiros de debilidad.
—
Señor, tú eres mi Salvador. ¡Ayúdame! — dijo
suspirando.
Los minutos pasaron.
Poco a poco se fue recuperando, puso el auto en marcha y comenzó a andar.
Mientras las calles pasaban, Dios empezó a obrar en Guillermo y él recordó
aquellas características de la semejanza a Cristo que yo había compartido. Las
repasó una por una en su mente como si estuviera inspeccionando fruta fresca.
De pronto comenzó a
notar que las señales de la semejanza a Cristo estaban ausentes de su matrimonio.
El y Betty conocían
esas cualidades en su vida en forma individual. La gente incluso hacía observaciones
sobre ellas. Pero lo cierto es que no las estaban produciendo en su matrimonio.
Para comenzar se le
ocurrió algo.
El y Betty habían
conocido la experiencia de nacer de nuevo; pero su matrimonio necesitaba la misma
experiencia. En lo personal, separados uno del otro, daban evidencias de
semejanza a Cristo. Juntos, en el matrimonio, era bien diferente.
Se dio cuenta de que
necesitaban que Jesucristo diera a su matrimonio las mismas cualidades por las
que habían orado como individuos.
Su matrimonio necesitaba un nuevo nacimiento.
Con rapidez cambió el
rumbo del auto y se dirigió a velocidad a su casa.
—
Necesito hablarte — le dijo a Betty mientras
tomó su brazo en forma cortés y la guio escaleras arriba —. ¿Recuerdas cuando
recibiste a Jesucristo en tu vida?
Por supuesto que lo
recordaba.
—
¿Recuerdas lo que Cristo comenzó a hacer en
tu vida cuando lo recibiste como Salvador?
Ella asintió, Fue
maravilloso.
Ya en el dormitorio
se sentaron al borde de la cama.
— Cuando nos casamos
— dijo ——, tuvimos una ceremonia de casamiento. Y fue sólo eso. Nunca hemos
tenido el culto familiar. No hemos orado juntos en casa sino sólo en la
iglesia. Nunca hemos compartido junto la Palabra. Nuestros muchachos no nos han
visto nunca hablarle a Dios excepto durante las comidas.
Ella estaba llorando
al notar la ternura de la voz de Guillermo y la verdad que podía percibir en sus
palabras.
—
¿Sabes qué necesita nuestro matrimonio? —
Guillermo le preguntó afectuosa y tiernamente
—
—. Nuestro
matrimonio necesita un nuevo nacimiento.
Como una fuente
descubierta de repente en una montaña, de la que brota salpicando el agua fresca,
así comenzaron a hablarse el uno al otro compartiendo sus sentimientos y
pensamientos más íntimos.
Guillermo se había
abierto a sí mismo por primera vez en una década y media, exponiendo sus pensamientos,
derramando su corazón y pidiéndole perdón a ella por sus muchos errores. Betty compartió
con él sus ansias, deseos y heridas. Juntos subieron sobre los muros de defensa
que habían construido para protegerse a sí mismos de la vulnerabilidad. Dieron
y recibieron perdón.
En las horas
tempranas de la mañana se arrodillaron junto a la cama sobre la cual se habían sentado
y permanecido tanto tiempo conversando. Allí pidieron al Señor que cambiara su matrimonio.
Juntos le pidieron a
Dios que hiciera de su matrimonio algo nuevo. Era una nueva clase de realidad
para su matrimonio.
Llegó a ser una nueva
calidad de vida.
La noche siguiente,
Guillermo y Betty caminaron por la rampa del estadio de los Ángeles en Anaheim,
California, dirigiéndose hacia sus asientos para disfrutar del espectáculo.
Eran como amantes que apenas se hubieran descubierto el uno al otro. Era el
temor reverencial del primer amor.
Guillermo se detuvo y
se dio vuelta para hablar con ella.
—
Betty, creo que este es el día más grande de
mi vida — dijo riéndose —. Me siento grande.
—
Me siento absolutamente libre.
Ella lo besó y
continuaron su caminata ascendente.
El FIN había llegado
y había pasado.
Este matrimonio era
realmente nuevo.
La culminación del
final feliz se convirtió en la culminación de una vida de bendición.
Jesucristo estaba produciendo en Guillermo la hombría al máximo.
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